Vivimos en un estado de confusión permanente en el que nos parece que ya no sabemos realmente qué es lo que está ocurriendo. Al menos, esa es una impresión generalizada que me transmiten amigos y familiares en medio de una gran desazón: la que nos producen los discursos populistas anti-inmigración y que tienden constantemente a centrar la atención en la «imposibilidad» («por falta de recursos», nos dicen) de recibir (no digamos «acoger») a todas las personas que se juegan vida en el lucrativo negocio de la trata de personas; que son víctimas de las mafias ¡vamos! ¡ las tan recurrentes mafias!
Nos incomoda ver u oír diariamente las noticias de inmigrantes desembarcando en nuestras costas (más apropiadamente dicho: en las costas de nuestros Estados), y los que aún tenemos escrúpulos condenamos y denunciamos sin demora el hecho de que cada día centenares y hasta miles de personas tengan que embarcarse clandestinamente en precarias embarcaciones a la deriva desde las costas más meridionales u orientales del Mediterráneo. El fenómeno de la inmigración irregular es algo que ocurre en cualquier zona del mundo a la que se mire. Sin embargo, la manera en la que está ocurriendo en Europa es bastante particular por una serie de razones que es preciso considerar y que tienen su fundamento en el bloque económico y financiero que hoy se llama Unión Europea, cuya sociedad se encuentra dividida entre los partidarios del rechazo sistemático de estas personas y los que nos indignamos ante la forma en que se ejecuta este rechazo por cuanto vulnera los Derechos Humanos Fundamentales por las que la U.E. se ha caracterizado desde su constitución. De ahí vienen los motes de U.E. Fortaleza o de UErfanos: hashtags y campañas abiertas, entre otras, denunciando esta violación de derechos.
La confusión es grande. Desde que retorné de mi primer viaje a Lesbos he procurado aprovechar mis capacidades y habilidades para verter un poco de luz en este asunto, y este es el único cometido de este blog y de las redes sociales en las que aparezco. El objetivo: dilucidar la diferencia entre un inmigrante y un refugiado para comprender qué política europea se estaba y se está aplicando en Grecia para recibir y acoger a estas personas. Desde entonces, mi labor de sensibilización, junto con la de otros compañeros como Jorge Luis González Díaz o María S. en mi propia sociedad ha sido más sacrificada si cabe que la de ayuda humanitaria a la que me he dedicado en Grecia. Pero también muy satisfactoria. En las aulas, los niños y adolescentes quedan impresionados cuando se dan cuenta de que la razón por la que estas miles, y millones ya, de almas atraviesan el mar de noche no es por falta de dinero (para volar, como creen muchos jóvenes) o por una persecución diurna de drones yanquis, sino por falta de visado (muchos no saben ni lo que es), esto es, por «permiso denegado». No sólo para venir a nuestros países, sino incluso para salir de los suyos propios. Pocos jóvenes conocen la diferencia entre un refugiado y un inmigrante (o un «migrante económico» en términos actuales y peyorativos). Lo mismo vale para los adultos: muy pocos son los que entienden la diferencia. Y muchos de ellos, en realidad, no la quieren entender. No les interesa.
Mientras en la U.E. la descoordinación ha sido tan grande que ha propiciado conflictos entre Estados Miembros por las cuotas de Refugiados incumplidas, los dirigentes de los Estados incumplidores han aprovechado la coyuntura de la crisis económica de 2008 para justificar su quehacer (su «nadahacer») en materia de inmigración y de asilo político, realizando un discurso muy pobre y peligroso en el que abundan los mitos de «no hay espacio para todos» (¡como si en España no hubiera millones de viviendas inhabitadas!), «vienen a colapsar nuestra Seguridad Social» (como si para poder disfrutar de prestaciones cualquier persona no tuviera la obligación de cotizar, con lo difícil que esto está hoy en día para una persona local, ¡no digamos pues para un extranjero que no conoce la lengua y la cultura, y menos digamos, pues, de ese extranjero que acaba de llegar a nuestra tierra dejando atrás a media familia asesinada y a la otra media en paradero desconocido!); la estupidez de «vienen a quitarnos el trabajo» (ese trabajo que nadie quiere) y, por último pero más peligroso si cabe, a la par que estúpido: «vienen a imponernos su religión/cultura» (sin comentarios).
Es difícil no intoxicarse cuando uno está expuesto a este tipo de patrañas a diario y en cualquier situación cotidiana. Muchos somos los que no encendemos un televisor cuyas principales cadenas informativas controla el Gobierno y cuyo mensaje agotador es del de que cale el rechazo y el miedo; por lo tanto: el racismo. Pero esta medida de «defensa propia» (apagar el televisor) no es suficiente. El mensaje de nuestros oportunistas dirigentes (y no entremos a debatir el partido político, ni mucho menos hablemos de izquierda y derecha) ha calado hondo. Nuestros vecinos tienen tanto miedo que se han vuelto más racistas que «los moros», término este que parece reflejar el colmo de la intolerancia en esta nuestra sociedad.
La demagogia llega hoy a tales extremos de afirmar (cada vez más políticos y personas prominentes en la esfera pública hacen alarde de esto) que aquellos de nosotros que se juegan la vida en el mar para asegurarse que personas desvalidas pisen tierra firme con un nuevo sol, están haciendo un flaco favor a las mafias, que, claro está (nótese mi ironía), «son las culpables de todo». Cuando las verdaderas mafias son las personas influyentes que logran que un estado como Marruecos, Libia o Turquía repriman ilegalmente cualquier migración en su territorio, dotándoles de beneficiosos acuerdos comerciales (que incluyen, casi siempre, compra-venta de armas) y ventajas fiscales, o logran que un Estado como España, Grecia y ahora también Italia, rechace poner medios para salvar las vidas de las que nos ocupamos los voluntarios. Por cierto, España ha sido condenada hoy por el Tribunal Supremo.